González Henríquez, Adolfo. La música del Caribe colombiano durante la guerra de independencia y comienzos de la Republica Revista de Historia Crítica,N. 4 Bogotá: Universidad de los Andes,1990.85-112
No se detuvo Hamilton en la descripción del tambor y permanece la incógnita sobre si era europeo o vernáculo, como si la presencia de una mujer percusionista fuera un ingrediente lo suficientemente exótico como para opacar todo lo demás. Y la tenue vena experimental aparece, más que en este formato poco usual, en un hecho irrefutable: en las horas riberanas interminables en el Plato de 1823 unos costeños con ganas de tocar eran capaces de combinar cualquier cosa.
En el siglo XIX, los más sobresalientes canales de mestizaje musical, esto es, de constante observación y experimentación en lo que se refiere al contacto entre las distintas culturas sonoras que se conjugaron en el Caribe colombiano, fueron las fiestas comunitarias y los carnavales que se celebraban en distintos sitios durante gran parte del año. En 1826, aproximadamente, los conjuntos aborígenes y mestizos se expresaban por separado en las fiestas de la Virgen de la Candelaria, la "virgen mochoroca", uno de los eventos folclóricos más importantes de aquellos tiempos y que tenía lugar el 2 de Febrero en varias ciudades y poblaciones de la Costa; de acuerdo con la narración que hizo para la Cartagena de entonces el General Joaquín Posada Gutiérrez en sus Memorias Histórico-Políticas, los instrumentos principales de los conjuntos aborígenes eran las gaitas (no mencionó la percusión de estos grupos) y bailaban en rueda, golpeando el suelo acompasadamente con los pies, cadenciosamente y en silencio; contrastaba esto con la presencia de una percusión vigorosa en la música mestiza y con una coreografía vistosa que anunciaba las cumbias, porros y fandangos de nuestros tiempos; las mujeres erguidas con la cabeza adornada de flores, la galantería del parejo que les obsequiaba las velas de sebo y el pañuelo para cogerlas, las piruetas del parejo en la rueda iluminada, etc.[73].
En el reducido espacio geográfico del Pie de la Popa, entonces un pueblo cercano, estas expresiones vernáculas coincidieron con otras que no lo eran tanto. Se construyó especialmente un gran salón de baile donde, en contraste con la libertad natural y el cielo descubierto, el ambiente era cortesano y circunspecto, tanto que alternaban sucesivamente tres clases de bailes en perfecta coexistencia pacífica: baile de primera, que fue amenizado por la banda del Regimiento Fijo de Cartagena y en el cual bailaban las "blancas de Castilla" o "puras" con sus respectivos blancos, quienes monopolizaban los títulos de "señora" y "caballero"; baile de segunda, en el cual tocó la banda del Regimiento de Milicias Blancas, y que fue presidido por pardas y pardos con cierta posición social, es decir, que fueran lo suficientemente pudientes como para vestir bien; y baile de tercera, amenizado por la banda del Regimiento de Milicias Pardas, y en el cual bailaban negras libres; no sobra observar que los "caballeros" blancos tenían el privilegio de asistir a los tres bailes. Además de estos bailes de salón existían los de las "blancas de la tierra", es decir, las mujeres de la "aristocracia del mostrador", médicos, boticarios, etc., a los cuales asistían las "blancas de Castilla" pero sin ninguna reciprocidad, esto es, las mujeres de los comerciantes adinerados no eran invitadas a bailar en las casas del notablato criollo a pesar de las relaciones de amistad personal que pudieran existir. Otro baile en estas fiestas de la Candelaria, seguramente muy interesante desde el punto de vista galante, era el de las "cuateronas''; con este nombre se denominaba a aquellas muchachas de "color entre el nácar y la canela; de ojos de lucero chispeando fuego y amor y dentadura esmaltada cual hileras de perlas panameñas", que se dedicaban generalmente a oficios artesanales como los de costurera, modista, bordadora, cigarrera, etc., que componían sus trajes con muselina y zaraza, y lucían calzado de resete. Estas "cuarteronas" amenizaban sus bailes con una o dos arpas tocadas por ellas mismas con bastante maestría, según Posada Gutiérrez, y se hacían acompañar por una o dos flautas. Tan animados e interesantes debían resultar estos bailes que los "caballeros blancos" acostumbraban asistir a ellos fugándose soterradamente de sus propios salones[74]. Y en estas fiestas de la Candelaria, hoy injustamente relegadas al olvido o circunscritas a algunos aspectos religiosos que no llegan a ser pálido reflejo de su antiguo esplendor, gran parte de la población de Cartagena se trasladaba a bailar a un pueblo vecino dando una fenomenal muestra de movilización festiva y disponibilidad para el placer.
Por otra parte, al sentar el registro de aquellas soberbias festividades, Posada Gutiérrez elaboró, tal vez sin proponérselo, un criterio sorprendentemente práctico para estudiar la estratificación social cartagenera de aquellos tiempos. El status social estaría determinado, según Posada, por la categoría del salón de baile más elevado que pudiera frecuentar un hombre, rango que adquiría por nacimiento o por matrimonio con una mujer de clase social más encumbrada —caso del General Juan José Nieto, por ejemplo—, siendo aparentemente la mujer quien llevaba sobre sus hombros el peso de la definición del rango social[75]. Una ideología señorial dominante propia de hacendados y funcionarios con ínfulas hispánicas estaría en perfecta concordancia con esto: a la mujer correspondería custodiar la casa y representar la dignidad familiar, esto es, ser la portadora de la identidad clasista, la cual de ninguna manera debía exponerse a las confusiones y distorsiones igualitarias propias de un baile en calor; por su parte, los señores, caballeros andantes tropicales que eran, debían mostrar su casta bravía enfrentando no solamente la vida política y comercial, sino a dragones y bailes de todo tipo, guardándose muy bien, eso sí, de respetar la dignidad de sus blasones cuando la ocasión lo exigiera, esto es, tenían que bailar en sus propias casas de vez en cuando.
De acuerdo con la información existente, estas fiestas de la Virgen de la Candelaria y el desaparecido Carnaval de Cartagena cerraban una intensa temporada que comenzaba mucho antes. En 1829 un viajero norteamericano tuvo la feliz oportunidad de escribir sus observaciones sobre la temporada decembrina en esa ciudad: las fiestas comenzaban antes de las Navidades y seguían prácticamente sin interrupción hasta el Día de Reyes; se paralizaban las actividades económicas e "incluso para ciertos períodos la ley prohíbe efectuar transacciones comerciales"; todas las noches, bajo un pabellón sostenido por postes, se efectuaban en la plaza pública bailes y disfraces que duraban hasta el amanecer congregando tanto a las clases altas, con sus valses, como a los esclavos, en una esquina de dicha plaza, con sus fandangos; al contrario de la usanza europea, donde se trataba de representar al personaje del disfraz, a las damas cartageneras de la época les interesaba más que todo permanecer de incógnito; por los precios elevados que tenían, a las máscaras sólo tenían acceso los más acomodados; las damas lucían vestidos costosos, adornándose la cabeza con peineta y mantilla negra y tanto en ellas como en los hombres predominaba el color blanco[76]. Por su parte, el Carnaval de Cartagena, evento ya desaparecido pero que fue seguramente importantísimo para el desarrollo del folclor sonoro costeño, en 1826, aproximadamente, fue la salida a la calle de las naciones africanas organizadas en cabildos, según la descripción del Domingo de Carnaval ofrecida por el General Posada Gutiérrez. En uso de su cuarto de hora de libertad, los esclavos salieron de la ciudad a las ocho de la mañana desfilando hasta el cerro de La Popa donde veneraron a la Virgen de la Candelaria "consuelo de los afligidos'', asistiendo a una misa solemne a mediodía; sin embargo, lejos de llegar a La Popa en una procesión cristiana, la salida de los cabildos rememoró las costumbres africanas con el estruendo propio del momento (hicieron tiros con escopetas y carabinas), disfraces, máscaras, rostros pintados y música percusiva; las mujeres se adornaron con las joyas de sus amas, quienes compitieron entre si por mostrar la esclava más vistosa; luego de la misa solemne regresaron a la ciudad llegando a las tres de la tarde y quedaron completamente libres para divertirse en sus cabildos hasta las seis de la mañana del Miércoles de Ceniza, después de lo cual volvieron a la esclavitud cotidiana a esperar otro año más para que, siguiendo una usanza que al parecer ya era antigua en la Costa, los amos les volvieran a permitir unas cuantas horas de baile en libertad[77].
En 1829 estuvo en Barranquilla el norteamericano Rensselaer van Rensselaer en calidad de huésped de John Glenn, uno de los principales comerciantes de la localidad. Invitado a un bautizo en casa de José María Peñez, quien desempeñaba el importante cargo de "juez político", tuvo por ello la oportunidad de asistir a un baile que mostraba el universo festivo de las "buenas familias" barranquilleras; luego de un refrigerio consistente en generosas cantidades de dulces, conservas, licores y cigarros, la acción se trasladó a una sala con las mujeres sentadas contra una pared y los caballeros en el lado opuesto; como en los tiempos coloniales, cada uno de los caballeros seleccionó una pareja y se colocó de pie ante ella en la sala; las mujeres sólo se levantaron de sus puestos al empezar la música compuesta de valses y contradanzas[78].
En el siglo XIX, los más sobresalientes canales de mestizaje musical, esto es, de constante observación y experimentación en lo que se refiere al contacto entre las distintas culturas sonoras que se conjugaron en el Caribe colombiano, fueron las fiestas comunitarias y los carnavales que se celebraban en distintos sitios durante gran parte del año. En 1826, aproximadamente, los conjuntos aborígenes y mestizos se expresaban por separado en las fiestas de la Virgen de la Candelaria, la "virgen mochoroca", uno de los eventos folclóricos más importantes de aquellos tiempos y que tenía lugar el 2 de Febrero en varias ciudades y poblaciones de la Costa; de acuerdo con la narración que hizo para la Cartagena de entonces el General Joaquín Posada Gutiérrez en sus Memorias Histórico-Políticas, los instrumentos principales de los conjuntos aborígenes eran las gaitas (no mencionó la percusión de estos grupos) y bailaban en rueda, golpeando el suelo acompasadamente con los pies, cadenciosamente y en silencio; contrastaba esto con la presencia de una percusión vigorosa en la música mestiza y con una coreografía vistosa que anunciaba las cumbias, porros y fandangos de nuestros tiempos; las mujeres erguidas con la cabeza adornada de flores, la galantería del parejo que les obsequiaba las velas de sebo y el pañuelo para cogerlas, las piruetas del parejo en la rueda iluminada, etc.[73].
En el reducido espacio geográfico del Pie de la Popa, entonces un pueblo cercano, estas expresiones vernáculas coincidieron con otras que no lo eran tanto. Se construyó especialmente un gran salón de baile donde, en contraste con la libertad natural y el cielo descubierto, el ambiente era cortesano y circunspecto, tanto que alternaban sucesivamente tres clases de bailes en perfecta coexistencia pacífica: baile de primera, que fue amenizado por la banda del Regimiento Fijo de Cartagena y en el cual bailaban las "blancas de Castilla" o "puras" con sus respectivos blancos, quienes monopolizaban los títulos de "señora" y "caballero"; baile de segunda, en el cual tocó la banda del Regimiento de Milicias Blancas, y que fue presidido por pardas y pardos con cierta posición social, es decir, que fueran lo suficientemente pudientes como para vestir bien; y baile de tercera, amenizado por la banda del Regimiento de Milicias Pardas, y en el cual bailaban negras libres; no sobra observar que los "caballeros" blancos tenían el privilegio de asistir a los tres bailes. Además de estos bailes de salón existían los de las "blancas de la tierra", es decir, las mujeres de la "aristocracia del mostrador", médicos, boticarios, etc., a los cuales asistían las "blancas de Castilla" pero sin ninguna reciprocidad, esto es, las mujeres de los comerciantes adinerados no eran invitadas a bailar en las casas del notablato criollo a pesar de las relaciones de amistad personal que pudieran existir. Otro baile en estas fiestas de la Candelaria, seguramente muy interesante desde el punto de vista galante, era el de las "cuateronas''; con este nombre se denominaba a aquellas muchachas de "color entre el nácar y la canela; de ojos de lucero chispeando fuego y amor y dentadura esmaltada cual hileras de perlas panameñas", que se dedicaban generalmente a oficios artesanales como los de costurera, modista, bordadora, cigarrera, etc., que componían sus trajes con muselina y zaraza, y lucían calzado de resete. Estas "cuarteronas" amenizaban sus bailes con una o dos arpas tocadas por ellas mismas con bastante maestría, según Posada Gutiérrez, y se hacían acompañar por una o dos flautas. Tan animados e interesantes debían resultar estos bailes que los "caballeros blancos" acostumbraban asistir a ellos fugándose soterradamente de sus propios salones[74]. Y en estas fiestas de la Candelaria, hoy injustamente relegadas al olvido o circunscritas a algunos aspectos religiosos que no llegan a ser pálido reflejo de su antiguo esplendor, gran parte de la población de Cartagena se trasladaba a bailar a un pueblo vecino dando una fenomenal muestra de movilización festiva y disponibilidad para el placer.
Por otra parte, al sentar el registro de aquellas soberbias festividades, Posada Gutiérrez elaboró, tal vez sin proponérselo, un criterio sorprendentemente práctico para estudiar la estratificación social cartagenera de aquellos tiempos. El status social estaría determinado, según Posada, por la categoría del salón de baile más elevado que pudiera frecuentar un hombre, rango que adquiría por nacimiento o por matrimonio con una mujer de clase social más encumbrada —caso del General Juan José Nieto, por ejemplo—, siendo aparentemente la mujer quien llevaba sobre sus hombros el peso de la definición del rango social[75]. Una ideología señorial dominante propia de hacendados y funcionarios con ínfulas hispánicas estaría en perfecta concordancia con esto: a la mujer correspondería custodiar la casa y representar la dignidad familiar, esto es, ser la portadora de la identidad clasista, la cual de ninguna manera debía exponerse a las confusiones y distorsiones igualitarias propias de un baile en calor; por su parte, los señores, caballeros andantes tropicales que eran, debían mostrar su casta bravía enfrentando no solamente la vida política y comercial, sino a dragones y bailes de todo tipo, guardándose muy bien, eso sí, de respetar la dignidad de sus blasones cuando la ocasión lo exigiera, esto es, tenían que bailar en sus propias casas de vez en cuando.
De acuerdo con la información existente, estas fiestas de la Virgen de la Candelaria y el desaparecido Carnaval de Cartagena cerraban una intensa temporada que comenzaba mucho antes. En 1829 un viajero norteamericano tuvo la feliz oportunidad de escribir sus observaciones sobre la temporada decembrina en esa ciudad: las fiestas comenzaban antes de las Navidades y seguían prácticamente sin interrupción hasta el Día de Reyes; se paralizaban las actividades económicas e "incluso para ciertos períodos la ley prohíbe efectuar transacciones comerciales"; todas las noches, bajo un pabellón sostenido por postes, se efectuaban en la plaza pública bailes y disfraces que duraban hasta el amanecer congregando tanto a las clases altas, con sus valses, como a los esclavos, en una esquina de dicha plaza, con sus fandangos; al contrario de la usanza europea, donde se trataba de representar al personaje del disfraz, a las damas cartageneras de la época les interesaba más que todo permanecer de incógnito; por los precios elevados que tenían, a las máscaras sólo tenían acceso los más acomodados; las damas lucían vestidos costosos, adornándose la cabeza con peineta y mantilla negra y tanto en ellas como en los hombres predominaba el color blanco[76]. Por su parte, el Carnaval de Cartagena, evento ya desaparecido pero que fue seguramente importantísimo para el desarrollo del folclor sonoro costeño, en 1826, aproximadamente, fue la salida a la calle de las naciones africanas organizadas en cabildos, según la descripción del Domingo de Carnaval ofrecida por el General Posada Gutiérrez. En uso de su cuarto de hora de libertad, los esclavos salieron de la ciudad a las ocho de la mañana desfilando hasta el cerro de La Popa donde veneraron a la Virgen de la Candelaria "consuelo de los afligidos'', asistiendo a una misa solemne a mediodía; sin embargo, lejos de llegar a La Popa en una procesión cristiana, la salida de los cabildos rememoró las costumbres africanas con el estruendo propio del momento (hicieron tiros con escopetas y carabinas), disfraces, máscaras, rostros pintados y música percusiva; las mujeres se adornaron con las joyas de sus amas, quienes compitieron entre si por mostrar la esclava más vistosa; luego de la misa solemne regresaron a la ciudad llegando a las tres de la tarde y quedaron completamente libres para divertirse en sus cabildos hasta las seis de la mañana del Miércoles de Ceniza, después de lo cual volvieron a la esclavitud cotidiana a esperar otro año más para que, siguiendo una usanza que al parecer ya era antigua en la Costa, los amos les volvieran a permitir unas cuantas horas de baile en libertad[77].
En 1829 estuvo en Barranquilla el norteamericano Rensselaer van Rensselaer en calidad de huésped de John Glenn, uno de los principales comerciantes de la localidad. Invitado a un bautizo en casa de José María Peñez, quien desempeñaba el importante cargo de "juez político", tuvo por ello la oportunidad de asistir a un baile que mostraba el universo festivo de las "buenas familias" barranquilleras; luego de un refrigerio consistente en generosas cantidades de dulces, conservas, licores y cigarros, la acción se trasladó a una sala con las mujeres sentadas contra una pared y los caballeros en el lado opuesto; como en los tiempos coloniales, cada uno de los caballeros seleccionó una pareja y se colocó de pie ante ella en la sala; las mujeres sólo se levantaron de sus puestos al empezar la música compuesta de valses y contradanzas[78].
Con humor ácido, con la mirada despectiva de un hombre relativamente civilizado ante el espectáculo del provincianismo, Rensselaer pintó la pequeña mojigatería de las mujeres locales al decir que "... aparecieron todas las bellezas de Barranquilla desplegadas alrededor de la sala... de la manera terrible y sistemática como he observado que ellas se muestran en sus casas" (79), lo cual era una manera de sugerir el chisme frívolo y la moral puritana que con tanta frecuencia iban de la mano en la Barranquilla de esos tiempos.
Seguramente tanto puritanismo tropical concentrado le hizo apreciar mejor la frescura de la calle. Rensselaer coincidió con el Carnaval de Barranquilla en 1829 y consignó sus observaciones en carta a su padre. De acuerdo con éstas, era un evento que, a diferencia del carnaval italiano que duraba varias semanas, estaba reducido a tres días porque gran parte de la población dependía del trabajo cotidiano; en él se utilizó la "pica pica", yerba urticante muy conocida en toda la región costeña, para aplicarle el castigo ritual a quienes llegaran realmente a perder el buen humor por las triquiñuelas experimentadas; se lanzaron huevos 'llenos de agua sobre las ropas de quienes no se disfrazaron (como le ocurrió al propio Rensselaer); se expresaron grupos de disfraces (no descritos, por desgracia) armados con palos semejantes al Paloteo o a las luchas rituales de los Congos; lo más destacado fue, en opinión del viajero norteamericano, el evento de "La Conquista", un montaje colectivo en el cual conocidos grupos disfrazados de aborígenes —los unos civilizados o "sometidos" y los otros libres y salvajes— libraron, durante el tercer día; de Carnaval, una batalla que terminó con la derrota y prisión de los salvajes y el bautizo de uno de los cautivos; era un acto destinado a mantener en la memoria colectiva el recuerdo de la sangrienta llegada de los españoles.
Rensselaer observó que el grupo "sometí-i do'' bailó ocasionalmente en las calles al son de la gaita hembra y la gaita macho, generadoras de un "aire melodioso, salvaje y alegre" al cual podía asociarse un sentimiento preciso: "el tono familiar de un grito de guerra especialmente profundo hacía renacer ecos ancestrales"; se puede decir categóricamente que Rensselaer, un observador externo que asistió al espectáculo por primera vez, quedó profundamente impactado: "No había sido sino un burlesco simulacro... y, sin embargo, el espectáculo despertaba una serie de ideas que... asociadas con el trato antinatural y cruel que los antepasados de esta misma gente recibieron de sus conquistadores sedientos de sangre, dejaba una impresión no muy fácil de erradicar". Alguna razón tenía, pues, Rensselaer, quien seguramente no era un experto en cuestiones de mestizaje, para afirmar que, en el Carnaval de Barranquilla de 1829, el lugar principal correspondió a la cultura de los habitantes originales de estas tierras (80). En efecto, los sectores populares de la Costa Atlántica, descendientes directos del proceso de mestizaje, dirigieron la fiesta con una astucia muy propia: desprovistos de los atributos occidentales de poder, esgrimieron aquí su propio lenguaje político que combinó el placer con la práctica de las ceremonias rituales que apelaban a la memoria ancestral, tal vez como una expresión de las expectativas y premoniciones de emancipación social despertadas en el movedizo ambiente de la joven República, o también como un ejercicio de vida colectiva, una demostración típica y vernácula de un poder popular embrionario hablando en lenguaje caribeño.